EE. UU. y Venezuela: juego de gato y ratón en el Caribe

Estados Unidos y Venezuela protagonizan un pulso que se libra en el mar Caribe, en los despachos diplomáticos y en la retórica de sus líderes. Septiembre ha estado marcado por ataques navales, acusaciones cruzadas y un despliegue militar en Puerto Rico que confirma el escalamiento de tensiones.
El 2 de septiembre, un operativo estadounidense contra una lancha vinculada, según Washington, al narcotráfico dejó once muertos en aguas internacionales. Caracas cuestionó la versión y denunció un ataque contra civiles. Menos de dos semanas después, el 15, un nuevo golpe acabó con la vida de tres tripulantes de otra embarcación, y el 19 se confirmó un tercer operativo del Comando Sur. A esta cadena de acciones se añadió un incidente con un atunero venezolano, que Caracas aseguró fue abordado dentro de su Zona Económica Exclusiva por un buque de guerra estadounidense. Washington admitió la inspección, pero aclaró que no encontró evidencia de irregularidades.
En paralelo, se intensificó la presión verbal. El expresidente Donald Trump exigió que Venezuela acepte la repatriación de presos y personas institucionalizadas con enfermedades mentales, bajo amenaza de un "precio incalculable". El secretario de Estado, Marco Rubio, defendió los ataques contra las embarcaciones, a las que calificó de "narco-terroristas". Maduro respondió denunciando violaciones de soberanía y acusando a Washington de mantener una "política de agresión". Al mismo tiempo, dejó abierta la posibilidad de contactos discretos a través del enviado estadounidense Richard Grenell, lo que revela la coexistencia de confrontación y cálculo diplomático.
Cazas F-35 aterrizan en Puerto Rico
La tensión subió de nivel el mismo día del incidente del atunero, cuando cinco cazas F-35 aterrizaron en la base de Roosevelt Roads, en Ceiba, Puerto Rico. El Pentágono confirmó que llegarán diez en total, consolidando a la isla como plataforma avanzada para patrullas aéreas, vigilancia y operaciones navales en el arco sur del Caribe. El despliegue multiplica el riesgo de incidentes en aguas compartidas y zonas de pesca del Caribe oriental, mientras la presión migratoria añade otro frente: Trump condicionó la relación bilateral a que Caracas acepte deportados, lo que puede repercutir en rutas de tránsito y aeropuertos de países vecinos.
La crisis no se desarrolla en solitario. En mayo, Maduro firmó en Moscú un acuerdo de asociación estratégica con Vladímir Putin que incluye cooperación energética, coordinación en foros internacionales y capítulos de apoyo técnico-militar. Ese pacto refuerza la retaguardia del chavismo en momentos en que Washington intensifica la presión naval y aérea en la región. La estrategia de Maduro es clara: exhibir respaldo de potencias externas para contrarrestar el aislamiento hemisférico y ganar margen frente a la ofensiva estadounidense.
Washington, por su parte, busca proyectar fuerza en su área de influencia inmediata. El Caribe ha sido históricamente considerado un espacio de seguridad prioritaria. Bajo el paraguas del combate al narcotráfico y al crimen transnacional, Estados Unidos refuerza su capacidad de monitoreo frente a Venezuela, pero también frente a Cuba y Nicaragua.
La retórica belicista cumple varias funciones: endurecer la posición en eventuales negociaciones, advertir a otros gobiernos sobre los costos de alinearse con adversarios estratégicos, y enviar un mensaje electoral hacia sectores del exilio latino en Florida, sensibles a un discurso intransigente frente a regímenes autoritarios.
El resultado es un tablero volátil, donde despliegue militar y operaciones selectivas se combinan con la retórica de la confrontación. Caracas responde con denuncias de soberanía y alianzas externas, mientras Washington insiste en mantener la presión en varios frentes. El Caribe se convierte así en escenario de un juego de gato y ratón que trasciende lo bilateral y que, en cualquier momento, puede transformarse en un choque de mayor alcance.