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Cuando el silencio sostiene la violencia

Cada 25 de noviembre vuelve a hacerse visible algo que, en realidad, ocurre todos los días: la violencia contra las mujeres está tan arraigada en nuestra sociedad que muchas veces deja de ser noticia para convertirse en costumbre. Y cuando una injusticia se vuelve costumbre, el peligro es aún mayor, porque se camufla, se normaliza y se perpetúa en silencio.

La violencia machista no siempre grita. A veces susurra. Se cuela en frases que minimizan, en dudas que desacreditan, en miradas que juzgan, en instituciones que tardan en responder. Se manifiesta en salarios más bajos, en oportunidades negadas, en la carga doméstica que sigue recayendo sobre ellas. Y aunque estas formas no dejan moratones visibles, sí dejan cicatrices profundas que condicionan vidas enteras.

Por eso el 25 de noviembre no debería ser un simple recordatorio ni un acto simbólico. Debería ser un espejo. Uno incómodo, que nos obligue a ver cómo participamos (por acción o por indiferencia) en el mantenimiento de estas desigualdades. Porque la violencia de género no es un problema privado; es un síntoma colectivo de una cultura que aún no ha querido desprenderse del machismo que la sostiene.

La solución, por supuesto, no es inmediata. Requiere educación emocional, empatía, recursos públicos suficientes, sistemas de protección eficaces y, sobre todo, voluntad de cambio. Pero sobre todo exige que dejemos de pensar que esto es “cosa de otros”. Nos involucra a todos: familias, escuelas, instituciones, medios de comunicación, empresas y ciudadanía. Solo así podremos romper el círculo que atrapa a tantas mujeres en el miedo y el silencio.

En un mundo que avanza en tecnología y conocimiento, resulta inaceptable que aún haya mujeres que vuelvan a casa temiendo por su vida, que callen por dependencia, que soporten por falta de apoyo o que mueran por el simple hecho de ser mujeres. No podemos resignarnos. No podemos acostumbrarnos.

Este 25 de noviembre, más que flores, discursos o minutos de silencio, deberíamos comprometernos a algo más profundo: a dejar de normalizar lo inaceptable. A cuestionar lo que siempre se ha hecho así. A educar en igualdad desde la infancia. A escuchar sin juzgar. A acompañar sin condiciones.

La violencia contra la mujer no es un destino, es una construcción. Y como toda construcción, puede (y debe) derribarse. Empecemos hoy.

El autor es Psicólogo clínico y miembro del Colegio Dominicano de Psicólogos (CODOPSI).